¡Hoy es miércoles! Para mí, un día muy especial porque os traigo… ¡el primer post invitado de Dos Rayitas! Viene de mano de María Eugenia Vicente, una mamá amiga a la que veo menos de lo que me gustaría, ya que vive en Londres desde hace un año y medio con su marido, Álex, y sus dos hijos, Alejandro y Juan.
Es periodista, como yo, aunque ‘por exigencias del guión’ -como ella dice- ha tenido que aparcar temporalmente su carrera profesional. No obstante, en seguida os daréis cuenta que lo de escribir no se le ha olvidado porque lo hace de maravilla. De hecho, tiene un blog estupendo en el cuenta su día a día junto al Santo y sus dos vástagos. Lleva un tiempo sin actualizarlo, así que a ver si entre tod@s conseguimos darle ese empujoncito que necesita para retomarlo.
Sin enrollarme más, os dejo con su post, la segunda entrega de ‘Aprendiendo ser a ser LA madre’. Puedes leer la primera aquí.
Lo que nadie te cuenta de ser madre, por M. Eugenia Vicente
Recuerdo hace ya unos cuantos años, antes ni siquiera de plantearme esto de tener hijos, que una compañera de trabajo vino a presentarnos a su hija recién nacida. Cuando le pregunté que qué tal, ella me dijo que todo muy bien pero remató diciendo que “cuando te hablan de la maternidad no te lo cuentan todo”. Aquella frase se me quedó grabada. No quise incidir más, entre otras cosas porque intuía que ella no tenía muchas ganas de especificar ese “todo” y también porque pensé en lo típico: las noches sin dormir, el cansancio, las preocupaciones, el dolor del parto…
Años después, cuando tuve a mi primer hijo, aquella frase se me venía a la cabeza día sí y día también. Ahora cuando rememoro esos primeros momentos de recién estrenada maternidad casi me parece mentira haberme visto tan descolocada en algunas ocasiones. Lo cierto es que esto de tener hijos no es tan fácil como puede parecer a priori y nunca llegué a pensar lo que esas pequeñas partes de ti pueden llegar a cambiar tu perspectiva del mundo.
Tachadme de egoísta pero a mí lo que más me costó de ser madre fue darme cuenta de que mi tiempo ya no dependía de mí. Esa sensación de que ya cualquier cosa que quisiese hacer por mi misma me estaba vetada en un cierto sentido llegaba a frustrarme en muchos momentos.
A partir del 18 de octubre de 2007, fecha en que nació Alejandro, ya no podía ni siquiera ir a la consulta del ginecólogo sin haber contado antes con mis padres o con mis suegros, para ir más tranquila. Desde esa fecha salir de casa ya no era cuestión de ponerse el abrigo y coger el bolso. Ahora había que comprobar si había pañales en la bolsa, si llevaba ropa de cambio, si tendría el tiempo suficiente para hacer la gestión que fuese entre toma y toma.
A partir de ese momento, todo giraba en torno a si se había quedado dormido o estaba a punto de despertarse. Cuando el médico cortó el cordón umbilical en el parto, lo hizo físicamente, casi de manera simbólica, pero lo que yo no sabía es que ese cordón estaría ahí para siempre, sería indestructible, y me costó algún tiempo darme cuenta de eso.
Tiempo después, cuando el niño fue más mayor y yo empecé a trabajar y él a acudir a la guardería –y después al colegio- me dí cuenta de que perder un Metro o un atasco en la carretera al salir del trabajo suponía algo más que llegar tarde: suponía LLEGAR TARDE A RECOGER A MI HIJO. Comprendí que desde ese momento era inviable que a mi jefe se le ocurriese algo de “última hora” y me convertí en unas de esas trabajadoras a las que literalmente se le caía el boli a las 15:15: no podía permitirme regalar ni un minuto a mi empresa porque quien estaba esperando a la puerta del colegio era mi hijo.
Fue en ese periodo también cuando otra frase me venía a menudo a la cabeza: “los hijos son de las madres”. Sí, señores, sí. Porque mientras mi santo esposo podía programar un viaje con los amigos cuando nuestro vástago tenía sólo cuatro meses, a mi quedaba la expectativa de quedarme en casa con mi precioso hijo.
Eso sin contar que en mi cabeza ya hay un sitio fijo para saber cuándo tocan vacunas y revisiones, qué hay que llevar al cole, cuando hay que preparar una fiesta de cumpleaños, qué días toca hablar con la tutora o cuándo son las exhibiciones en el colegio. No quiero apostar, pero si un día decidiese irme a dar la vuelta al Mundo, creo que al padre de las criaturas le costaría mucho tiempo interiorizar todos esos datos.
Hoy, cuando todo ese puzzle ya está encajado y he sido capaz de colocar las piezas de mi vida, de mi tiempo y de no sólo un hijo, sino de dos, con cambio de país incluido, cuando miro atrás me doy cuenta de qué poco servía esa angustia del principio porque todo fue mucho más fácil de lo que había imaginado. Cuando llegó a nuestras vidas Juan, el segundo de mis niños, todo ese aprendizaje sirvió de mucho y tengo que reconocer que disfruté mucho más los primeros momentos con él de lo que lo había hecho con su hermano. Cuando Juan llegó yo ya era una MADRE; cuando llegó Alejandro sólo era un PROYECTO DE MADRE.
Ahora que los dos son ya niños hechos y derechos, cuando los veo tan independientes y tan decididos me viene a la cabeza otro pensamiento: lo que les voy a echar de menos cuando ya no me necesiten para casi nada. Afortunadamente, todavía falta bastante para eso.
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Si tú también quieres hablar claro y acabar con el sentimiento de culpabilidad que tenemos todas las madres, escríbeme un email a social@dosrayitas.com contándome qué es lo que más te costó asumir al ser madre. ¡Anímate! Así podremos demostrar que la maternidad no es perfecta y que sus sombras no hay que esconderlas porque son tan importantes como las luces.
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