No sé si a vosotr@s os pasa, pero a mí hay algunas frases que, sin saber por qué, me golpean en el alma. Se me quedan grabadas y, de vez en cuando, reaparecen en mi vida. ¿Será ese el poder de las palabras? Una de las que más ha marcado mi maternidad la leí por primera vez en Facebook, al poco de nacer Adrián, y me ha acompañado desde entonces. No tengo ni idea de quién es, pero desde aquí le doy las gracias por formularla.
«No te preocupes porque tus hijos no te escuchen, te observan todo el rato»
Cuando la leo, algo se remueve en mi interior, pero al mismo tiempo se me dibuja una sonrisa y una voz en mi cabeza dice alto y claro: ¡cuánta razón! Por eso siempre intento predicar con el ejemplo, aunque la mitad de las veces compruebe que me queda mucho por aprender. En general en todo pero, sobre todo, en materia de emociones. Y es que a mí me vendría muy bien que la niña del Monstruo de Colores me visitara alguna vez o que alguien me regalara un Emocionario. Y por supuesto saber, igual que saben Pit y Pat, dónde empieza el hilo del problema para acabar con la nube de mal humor enseguida. Pero, bueno, que me estoy desviando del tema que quería compartir con vosotr@s y que, en mi opinión, complementa la frase que os enseñaba más arriba.
Hace tiempo que me he dado cuenta de que, aunque parezca que los niños no te escuchan, lo hacen. Y lo hacen de verdad, con las orejas y el corazón bien abiertos. Quizá no seas consciente de ello porque siguen jugando mientras les pides que hagan algo o porque a veces parece que hablas con la pared. Pero un día, de repente, algo hará clic en su interior y te demostrará que tus mensajes calan. Y mucho.
Llevamos unas semanas complicadas en casa porque, por primera vez, cuando mi hijo mayor tiene rabia dentro reacciona de manera violenta. Nos pilla un poco de sorpresa porque Adrián no ha pegado, empujado, mordido… nunca. Así que con tres años y medio habíamos dado por hecho que esa etapa no la íbamos a vivir. Pero sí, la estamos viviendo ahora y, aunque todo el mundo nos dice que son episodios esporádicos y que pasarán, no puedo quedarme con los brazos cruzados.
¿Ha habido algún cambio en casa que pueda haber desencadenado algo así? fue lo primero que me pregunté. Y no, no ha habido ningún cambio, pero es cierto que Leo, su hermano, le intenta morder a él cada vez que quiere un juguete. O sea, cada dos por tres. Con el peque también estamos trabajando esta reacción, pero entendiendo que, con 16 meses, una conducta de este tipo es habitual y forma parte de su manera de relacionarse con los demás. Obviamente, le apartamos, le explicamos que eso no se hace y le intentamos ofrecer alternativas para que no vuelva a pasar. Pero el que realmente nos preocupa es el mayor, que ha empezado a pegarnos cuando le decimos que no o que, incluso, ha mordido a un compañero. Ha pasado en dos ocasiones, no os penséis que es la tónica general, pero cuando me lo contó él mismo por la noche me quedé muerta.
Mis primeras reacciones cuando nos empezó a pegar, os podéis imaginar, fueron de todo menos buenas: regañinas, gritos, amenazas… Vamos, lo peor de lo peor. Por suerte, en un momento de lucidez mi yo interior me mostró que ese no era el camino, que no lo había sido nunca y no lo iba a ser ahora. Así que cambié el chip y se me ocurrió contarle que lo que le hacía pegar era una rabia muy grande que crece dentro cuando uno se enfada. Y que, si no quería pegar ni morder, lo que tenía que hacer era sacar esa rabia de su cuerpo lo antes posible. No fui demasiado original, así que le dije que cuando sintiese ganas de empujar a alguien o de morderle gritara: ¡rabia fuera! Y viniera corriendo para que yo le diera un abrazo tan fuerte que no pudiera volver a entrar. Es cursi, lo sé, pero es que nosotros somos cursis. Qué le vamos a hacer.
No os voy a decir que ha sido la panacea… No. Ha vuelto a tener alguna crisis, pero estoy tranquila porque sé que el mensaje ha calado y ya solo es cuestión de repetir, esperar y confiar. Antes de irse al cole hoy, sin ir más lejos, me ha dicho que, claro, si le entraba la rabia allí no me podía dar un abrazo. Que qué hacía. Casi lloro de la emoción. Le he preguntado si se acordaba de unos besos mágicos que la madre de su mejor amiga le daba a su amiga cuando la dejaba en el cole, de esos que no se despegaban, y me ha dicho que sí. Así que le he plantado uno de esos en la mano y le he explicado cómo podía recurrir a él. También que le podía pedir el abrazo a su profe, que seguro que estaba encantada de dárselo.
No sé si le servirá, pero desde luego capta mejor su atención que los gritos. Y yo ahora me siento feliz y no culpable, ¡todos ganamos! ¿Y si no funciona?, me pregunta constantemente mi voz interior. Pues… probaremos de otra manera, pero intentando no salirnos de este camino tan estrecho que a veces nos hace tambalear.
Lo de los besos mágicos tiene miga porque ese día también fui consciente del poder de las palabras que le dedicamos a nuestros hijos. Estábamos con una amiga de clase merendando en el parque cuando empezamos a hablar de besos, de que los suyos (y sobre todo los de su mamá) eran mágicos porque se quedaban pegados durante todo el tiempo que dura el cole. ¡Y mirad si dura el cole! Entonces Adrián quiso meter baza en la conversación y soltó: «los míos curan». Os juro que me dio un vuelco el corazón. Hacía mucho que no se lo había dicho, pero él lo recordaba a la perfección. No tiene mérito que le diga algo así porque es verdad, sus besos curan. Pero me hizo inmensamente feliz escucharle decirlo, ver que lo ha asimilado, que sabe que él nos hace bien. Mucho bien.
Así que yo, a partir de ahora, lo tengo muy claro: además de ser conscientes de lo importante que son nuestros actos, tenemos también que prestar mucha atención a nuestras palabras. A las malas, por supuesto, pero también a las buenas. Estamos configurando el mundo de nuestros hijos y, de una forma u otra, el papel que ellos juegan y jugarán en él. Impone, lo sé. Pero es una realidad como un templo. Por eso no me vale el que nosotros hemos crecido sin inteligencia emocional y aquí estamos. Exacto, aquí estamos: sin saber cómo ayudar a un niño de tres años a gestionar su rabia porque nosotros con 30 y pico no somos capaces de hacer lo propio con la nuestra. ¿Vosotr@s lo veis normal? Porque yo, desde luego, no.
Muy bueno Sara! Yo también tengo tatuada la frase, se la leí a Carlos González.
Os he visualizado con el Rabia fuera! Genial el método, seguro que funciona ♥️
¡Muchas gracias Lara! Desde luego que es una frase para recordar a menudo… ¡Ya te contaré! Bss
¡Cuánta razón tienes! Además es que lo explicas perfectamente. Lo escuchan y lo analizan todos. Somos su ejemplo, para lo bueno y para lo malo y es genial haberte leído y no olvidarnos de ello.
Un abrazo.
Desde luego, pero la verdad es que resulta complicado tenerlo presente todo el tiempo. Lo ideal es intentar ser responsable y consecuente, pero sin sentirse culpable… ¡Qué difícil es educar! Gracias por pasarte 🙂
Totalmente de acuerdo!
Yo veo que cuando, aunque hayan hecho algo mal, tenemos una conversación calmada les llega muchísimo más que cuando nos limitamos a enfadarnos y/o gritar
Lo que pasa es que es complicado porque como bien dices, a nosotros no nos enseñaron a gestionar nuestras emociones y estamos aprendiendo ahora
Es muy complicado, sobre todo para mí cuando llegan ciertas horas de la tarde/noche y el cansancio se apodera de mí. Pero, poco a poco, iremos aprendiendo. ¡Gracias por comentar!
Me ha encantado este post y de cursi nada, lo haces genial. Tienes toda la razón, es más, no hace falta que sean palabras, hechos, gestos, miradas, emociones…calan hondo en nuestros hijos. Hace poco pasamos una experiencia similar que conté en el blog, mi rubio se ponía malito sin pasarle nada, hasta que caí en la cuenta que era del mal rollo que se respiraba en casa con la enfermedad de papá y mi dolor de espalda. Cambié el chip radicalmente y todo mejoró muchísimo.
Comparto esta información.
Un abrazo.
Sí, me acuerdo que te leí.. Es increíble lo que pueden percibir a pesar de su corta edad… Tenemos que tomar responsabilidad porque influimos mucho más de lo que pensamos. Yo la primera, por supuesto, que a veces soy poseida por una gritona a la que odio y tengo que aprender a acallar. Besos y gracias por comentar